Una
historia de amor y violencia
El individuo
humano es un complejo sistema de funcionamiento que requiere de la
complementariedad y armonía de sus subsistemas orgánicos
para disfrutar de salud, pero, ¿qué sucede cuando nos
referimos al individuo en relación a los lazos afectivos que
establece con otros seres y no en relación a su propio organismo?
¿qué ocurre cuando este individuo por el hecho de relacionarse
se convierte a sí mismo en un subsistema y pasa a formar parte
de un sistema mayor que lo incluye?. Los humanos, como seres sociales
que somos, apenas somos nada separadamente del resto de las personas.
Pensemos sino... ¿a quién le obsequiaríamos con
una sonrisa? ¿a quién, amorosamente, le prepararíamos
una cena? ¿para quién compondríamos una bella
melodía? ¿con quién soñaríamos
una noche de luna llena?
La esencia
humana nos diferencia del resto de las especies. Alguna cosa sucedió
en la noche de los tiempos que hizo que nos convirtiéramos
en humanos. La necesidad que tenemos las personas
de compartir nuestra experiencia con otros, de ser reconocidos y respetados
en nuestros actos y pensamientos y de sentirnos útiles hacia
los demás, conforman, básicamente, nuestras características
sociales humanas. Son las condiciones de solidaridad (1)
y colaboración las que nos han mantenido a lo largo de la historia
de la evolución humana. Sin embargo, la leyenda que venimos
construyendo desde antaño no es de color rosa. A poco que seamos
honestos y no estemos cegados habría que reconocer que este
paradigma que nos ha constituido como especie está gravemente
amenazado. A puertas del tercer milenio no podemos, de ninguna manera,
sentirnos orgullosos de los conflictos que zarandean, de continuo,
al planeta azul. A miles de especies ya desaparecidas de los ecosistemas
en el último siglo, se suman otras tantas amenazadas de extinción.
Los humanos no somos, es evidente, una excepción: viajamos
todos en el mismo barco planetario. La ruta que atravesamos de violencia
y destrucción no augura, ni en sueños, un futuro demasiado
esperanzador. Creo entonces legítimo cuestionarnos: ¿Podemos
seguir autodenominándonos "homo sapiens sapiens" cuando, probablemente,
nos convirtamos en una de las especies más efímeras
de todas cuantas haya generado nuestra madre-tierra? ¿Seremos
los humanos, de entre todas las especies que habitan todavía
este barco-sistema, los únicos que hemos
dejado de comprender el mundo del que formamos parte?.
La visión
que tiene de la Humanidad el neurofisiólogo y biólogo
Humberto Maturana (2) y estudioso de los sistemas
vivos y los fenómenos de autoorganización (autopoiesis),
resulta ser una bella historia pero sin final feliz. Entre otros muchos
trabajos de este eminente investigador destaca uno que por su temática
puede aportar luz a lo que intento plantear. En su reformulación
de la Teoría de la Evolución de las Especies de Darwin,
Maturana postula que la nuestra, la humana, es una historia de amor
y de colaboración, de manera que nuestros antepasados se habrían
constituido gracias al aumento en sus vidas de los sentimientos amorosos
y al abandono paulatino de la agresividad y la lucha por el poder,
propia de los chimpancés adultos machos. A medida que la hembra
chimpancé fue expandiendo su período sexual y con él,
el de la crianza, las relaciones amorosas fueron ocupando un espacio
cada vez más amplio, generando así emociones relacionadas
con el cuidado y el cariño en detrimento de las provocadas
por la agresividad y la competencia.
Según
Maturana, la expansión de la inteligencia humana se produjo
a raíz de la convivencia amorosa, de la cooperación.
El miedo, la ambición y la rivalidad disminuirían las
aptitudes inteligentes mientras que el amor sería el único
camino que facilitaría el aprendizaje, porque es propio de
él abrir espacios para la colaboración. Gracias a estas
características, concluye H. Maturana, habría evolucionado
la especie humana. De forma inversa, es de suponer también,
cuando la de la Humanidad deje de ser una historia de amor, cuando
la balanza definitivamente se decante hacia una historia de agresividad
y destrucción, habremos comenzado la cuenta atrás de
un reloj que nos llevará, probablemente, a la eliminación
entre nosotros y a la extinción de la especie humana. Según
las investigaciones realizadas por este estudioso de lo humano, existe
la posibilidad, más que probable, de que la desaparición
de anteriores ramificaciones del linaje humano fuera debida a sus
conductas competitivas.
La soberbia
y la arrogancia nos pierden. Nos llevan a considerarnos autosuficientes
y la ceguera resultante no nos permite reconocer la necesidad que
tenemos de nuestros congéneres y del resto de especies y ecosistemas
que conforman nuestra morada. La incomprensión y la insolidaridad
que conllevan todo individualismo nos acercan al tristemente conocido
-sálvese quién pueda-. Consecuentemente, las relaciones
que mantenemos con las personas más cercanas son, a menudo,
puro reflejo y sincronía del aire enrarecido que se respira
en el mundo. La cooperación brilla por su ausencia y la intolerancia
y los intereses de los más poderosos campan a sus anchas. Delante
de la incapacidad creciente que tenemos para escuchar y apoyar a los
demás, cada vez más, las consultas médicas se
encuentran saturadas de personas afectadas por trastornos relacionados
con el estado de ánimo: estrés, depresiones, psicosis,
fobias y últimamente y más que nunca, síndromes
post-traumáticos derivados de todo tipo de violencia y conflictos
bélicos. Tristemente, al final, una realidad con la que la
mayoría de la gente nos acostumbramos a vivir.
