Hubo un tiempo -ya
muy lejano- en el cual las personas cuando no estaban de acuerdo con
sus semejantes o entraban en conflicto de forma irreconciliable, no
podían hacer uso de los recursos de los que disponemos hoy en
día en nuestras sociedades para gestionar los conflictos: juzgados,
arbitrajes, defensor del pueblo... Por tanto, tampoco existían
los jueces, los fiscales, los árbitros ni... los abogados. Antiguamente,
la gente vivía en pequeñas comunidades y los conflictos
que surgían al relacionarse las personas eran diferentes -en
cualidad y en cantidad- a las dificultades que ahora padecemos en nuestras
sociedades modernas, opresivas y estresantes.
Las leyes, en general,
son disposiciones dirigidas a defender y proteger los derechos de las
personas y de las instituciones, y evolucionan a lo largo del tiempo
en función de las normas al uso y de las costumbres propias de
cada sociedad. Cuando estas leyes son transgredidas la autoridad judicial
es quien aplica la pena correspondiente al infractor. No obstante, desde
que el estado de Derecho se implantó en nuestras sociedades,
las personas, cada vez más, solicitamos la aplicación
de la ley en nuestras desavenencias con los otros porque, de hecho y
casi sin darnos cuenta, hemos dejado atrás nuestra capacidad
para el diálogo y la negociación, sobre todo, en aquellos
conflictos donde nuestras emociones se encuentran especialmente implicadas.
En las sociedades primitivas, no obstante, las discrepancias eran abordadas
y resueltas por las mismas personas afectadas y -en ocasiones extraordinarias-
por la autoridad de la tribu o comunidad, que a menudo era la persona
o personas más ancianas y con más experiencia.
Si nos remontáramos
aún más en el tiempo o bien pudiésemos contemplar
hoy día una comunidad de simios -filogenéticamente tan
cercanos a nosotros- observaríamos entre ellos -con sorpresa-
formas ejemplares de relacionarse que entre nosotros -los humanos-
casi están olvidadas. Los simios, y la mayoría de mamíferos,
están dotados de mecanismos -desde biológicos a sociales-
que los predisponen indefectiblemente a buscar soluciones satisfactorias
-casi nunca violentas- cuando se generan conflictos entre dos o más
miembros de la comunidad. Por ejemplo, cuando dos machos de la familia
de los macacus sin cola se enzarzan en una pelea, normalmente es una
hembra la que poco a poco y prudentemente se acerca a los dos miembros
enfrentados, y con su "savoir faire" consigue calmarlos de manera que
a los pocos minutos los dos machos malcarados dan por terminada la disputa.
Esto que de forma natural realiza este tercer miembro para introducir
la paz donde hay la guerra se denomina mediación. Cuando los
dos machos se han apaciguado, la hembra se retira y los deja solos para
que puedan seguir su proceso de reconciliación que normalmente
finaliza con un abrazo o unas cuantas carantoñas.
Poco a poco, las
personas hemos ido perdiendo nuestras habilidades para solucionar los
problemas que nos afectan en los diversos ámbitos de nuestra
vida. Existen muchos factores que han contribuido a que esto sea así,
pero el más importante ha sido la transformación paulatina
de las pequeñas comunidades de convivencia en grandes concentraciones
humanas y, paralelamente a esto, la implantación por parte del
Estado de figuras de autoridad con el objetivo de dirigir y regular
a las grandes masas y sus conflictos. Ahora, la gente entra en discordia
más que antes y de forma más cruel y violenta. El individualismo
y la insensibilidad que generan los valores que imperan en nuestras
sociedades actuales hacen que las personas seamos menos comprensivas,
solidarias y cooperadoras con aquellos con los que convivimos. Los juzgados
están llenos de montañas de expedientes por demandas que
hacemos los ciudadanos, y no dan abasto a la hora de cursarlos y emitir
una sentencia. La justicia es lenta, cara y estigmatizante de las personas.
Cuando, por desgracia, entramos en la espiral de un proceso judicial
a menudo nos dejamos por el camino tiempo, dinero y salud.
Que las personas
tengamos diferencias entre nosotros es bueno y deseable; que se generen
conflictos al relacionarnos es normal debido a la diversidad de intereses
que nos caracterizan como individuos, pero que las personas no sepamos
gestionar estos conflictos, -en definitiva, nuestra propia vida- y necesitemos
de diversas figuras de autoridad para hacerlo, no dice demasiado en
favor de las supuestas habilidades relacionales humanas. Los Gobiernos,
no obstante, tienen una parte de responsabilidad en ello. Estos, poco
a poco, han ido usurpando al ciudadano el terreno de la autonomía
y de la competencia personal y han construido un modelo paternalista
de gestión social donde a menudo el individuo no se responsabiliza
de sus actos ni tampoco de las consecuencias que se derivan de ellos.
Así, hoy día, cuando se trata de buscar soluciones a los
conflictos, las personas nos vemos personalmente invalidadas tan acostumbradas
como estamos a delegar en la gestión de nuestros enfrentamientos.
La mediación, de la que hablábamos antes en relación
a los macacus sin cola, no necesita de la autoridad establecida para
introducir entre las partes ninguna normativa o sentencia impuesta.
El mediador entre dos simios en conflicto puede ser, de hecho, cualquier
miembro de la comunidad, independientemente de la jerarquía y
del género. No obstante, todos sabemos que las hembras están
dotadas de una capacidad de armonizar a sus congéneres sensiblemente
superior a la de los machos. Las grandes ciudades se han convertido
en un lugar poco amable y a menudo peligroso para sus habitantes, y
las relaciones entre los que conviven en ellas se encuentran normalmente
deterioradas y el malestar -cuando no la violencia- se multiplica de
forma alarmante: en la calle, en la escuela, en la familia, en la empresa,
en la política... Las diferencias entre las personas se abordan
con grandes dosis de agresividad y los conflictos territoriales se saldan,
cada vez más, con el genocidio. Es preciso, entonces, que
las personas y también las instituciones públicas y privadas,
vayamos pensando en cambiar la forma tan poco adecuada con la que afrontamos
los conflictos hoy en día.
A pesar de la violencia
actual, o debido a ella -es difícil de saber-, nace de forma
esperanzadora una nueva y la vez antigua forma de solucionar los problemas
entre las personas: la mediación. Un proceso que nos permite
expresar nuestras necesidades y sentimientos -con la ayuda de un tercer
miembro- y encontrar una alternativa de resolver el problema de forma
pacífica y llegar a unos acuerdos satisfactorios. Desde hace
un par de décadas y alrededor del mundo, está creciendo
con fuerza un movimiento social y cultural que se propone cambiar el
modelo competitivo y agresivo de afrontar los problemas, por la utilización
de la mediación como forma respetuosa de solucionar las diferencias.
La mediación facilita la construcción de acuerdos creativos
y consensuados entre las partes y, por tanto, los convierte también
en más perdurables. El mediador es una tercera persona que -de
forma imparcial y equidistante- asiste a las partes contrarias en el
proceso de elaboración conjunta de los acuerdos, a la vez que
ayuda a las personas a recuperar su capacidad para dialogar y escuchar
a los demás. Fomenta el respeto entre las personas y favorece
el restablecimiento de la comunicación perdida entre las partes,
dándose, por tanto, un proceso paralelo de aprendizaje en toda
mediación. Siendo la mediación un proceso voluntario y
alejado de cualquier imposición legal, las personas llegan a
acuerdos más equitativos y ajustados a sus necesidades.
El camino tradicional
que todos conocemos de poner nuestros conflictos en manos de los tribunales,
implica por fuerza que todo juez dictamine -al final del contencioso-
un ganador y un perdedor, un culpable y un inocente, un responsable
y un irresponsable; en definitiva, un bueno y un malo. Haciendo uso
de la mediación, al final del proceso nos encontramos con que
no hay perdedores, sólo ganadores, personas que han llegado a
un acuerdo consensuado y que no ha tenido que ser impuesto por un juez,
siempre ajeno a los sentimientos y verdaderas necesidades de las personas
a las que juzga, pero a las que no escucha.
La mediación
comienza a aplicarse en nuestras comunidades en cualquier ámbito
donde las personas pueden entrar en discordia: la familia, la empresa,
la escuela, el comercio y el consumo, los barrios donde conviven diferentes
etnias, etc. Así pues, ahora disponemos en nuestra tierra de
una herramienta eficaz con los conflictos pero respetuosa con las personas,
la cual en algunos países (Gran Bretaña, Canadá,
Francia, EUA, Argentina...) ya se está aplicando de forma amplia
y exitosa. En Gran Bretaña, por ejemplo, el 97% de los conflictos
se resuelven al margen de la vía judicial. En España -y
en concreto en Cataluña- la mediación se está introduciendo
de forma urgente en el ámbito de la justicia juvenil y, sobre
todo, en aquellos conflictos que afectan a las familias: separaciones,
divorcios, herencias, conflictos intergeneracionales, cuidado de los
ancianos, etc., ya que el alto coste que supone un contencioso -a veces
para no llegar a ningún acuerdo- lo convierten finalmente en
un camino nada aconsejable. Es más, casi siempre, un proceso
judicial de separación o divorcio -cuando las partes están
en desacuerdo- puede derivar en una experiencia muy cruel para los cónyuges
-y sobre todo para los hijos-, que a menudo se convierten en moneda
de cambio en la lucha que han establecido sus propios padres.
La mediación
no es solamente una forma alternativa de solucionar conflictos, es sobre
todo una cultura del vivir que pretende crear un mundo más habitable,
un mundo que hemos de construir entre todos solucionando nuestras diferencias
de forma más tolerante. Es imprescindible, pues, comenzar a cambiar
los modelos enfrentadores y competitivos -generadores de violencia-
por caminos cooperativos, conciliadores y solidarios con los sentimientos
y las necesidades de los demás. Un gran reto al que estamos
llamados de forma conjunta.
*Artículo
publicado en
http://www.medired.com/spo